Mi hijo me ha dado hoy una de esas lecciones que suelen dar los niños. Dos minutos para la entrada en el cole. Carrera va, carrera viene, como muchas mañanas. A veces me doy cuenta de que el reloj de los niños no cuenta como el nuestro. A veces no. En más de una ocasión me descubro metiendo prisas desabridas, como si sirvieran de algo. Y me siento mal.
Hoy, a las 8:59, caminábamos por el lateral de la verja del colegio, sin querer acelerar. Alcanzada la meta, me paro un poco antes de la cuenta y le doy el beso de despedida. Siempre procuro tomarme tiempo para ese beso, porque soy consciente de que Gabriel está creciendo y temo el momento en que me diga «mamáaaa, aquí no», como les ha pasado ya a otras madres.
Cuando ya me había dado la vuelta para dirigirme al coche, noto un tironcito en el brazo. He llegado a pensar -ya está, alguna que me viene a contar algo para la asociación de padres- Me vuelvo y allí estaba Gabriel, muy serio. Repaso mentalmente » ¿qué nos habremos dejado esta vez?» . Pregunto: -¿Qué pasa ?, consciente de la puerta que se abre y de la riada de colegiales que empieza a disminuir…
-«Que te has dejado el abrazo» contesta con brazos abiertos que no admiten esa porquería del «no llegamos». Me agacho, recibo uno de los mejores abrazos del mundo mundial y lo veo sonreír satisfecho mientras dice:- «Así, sí». Se da la vuelta con la mayor tranquilidad y entra en la escuela, sin ser consciente de que, una vez más, ha vuelto a dejarme claro qué es lo que importa.