Tierra Iubi. Mar de Iubira…

La mar de ideas. Cuentos y poemas del Delta, la Duna y el Páramo


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Chocolate o la p’tite Mort

Era de chocolate. Labios, piernas, pestañas, ojos, lengua… De chocolate puro, chocolate setenta por ciento de cacao, chocolate cayena en las caderas, que picaban cuando se mordían. El pelo era del color del azuki, morado, y sabía a eso, a flan de azuki, pensaba él mientras se la iba zampando de a poquito, como si tuviera miedo de que se le fuera a acabar demasiado rápido.

«¿Me dejo los pies para mañana?»; pensó… «¿Se los como, no se los como?» ¡Dios mío, pies de chocolate!»  Y cayó en la tentación. Y tuvo una epifanía. ¡Qué digo, epifanía! Una revelación, un Aleluya de Händel, unas variaciones Goldberg y un aullido que llegaba desde sus intestinos al Himalaya, pasando por Cuba.

«¡Qué pena que estas cosas duren tan poco!».  En fin: «¡hasta la próxima!»,  le dijo con los ojos todavía semicerrados.   Y;  con un último suspiro de satisfacción, tiró a la papelera el envoltorio de la mona de Pascua con forma de Miss Kittykat del cosmos, que le había regalado, como todos los años, la tía Pepa.


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Los ángeles custodios

Algo le había rozado el hombro derecho y le puso la piel de gallina. Cuando se volvió, creyendo que encontraría a su lado la pluma de alguna gaviota, los encontró sentados junto a ella, mirando amanecer. No se sorprendió en exceso, pues estaba acostumbrada a sentirlos. Solía bromear con otros acerca de sus dos ángeles custodios: “-Si todo el mundo tiene uno, en mi caso tiene que haber lo menos, dos”, reía Iubira, cuando nadie se explicaba como, habitando un universo paralelo, lograba sobrevivir en el mundo de tres dimensiones, tan lleno de semáforos y de porfavores.

Tenían el mismo aspecto que hace años, cuando era niña y los vio, reflejados en un charco. Aquel día le había gritado a su abuela: – «Abuelaaaaaaa, he visto a dos ángeles» . Y su abuela, que estaba sentada sobre unas mudas para acabar de plancharlas, le peinó las trenzas, le dió la merienda y le hizo prometer que no le contaría eso a nadie. No lo contó y desde entonces, nunca había vuelto a verlos. Sin embargo, notaba su presencia en la masa del pan, en el borde liso y suave de las sábanas y en otras mil pequeñas cosas.

Y allí estaban. Habían querido ser los primeros en manifestarse, por aquello de llevar tanto tiempo mirando sus andanzas en silencio. Se quedarían siempre que ella no decidiese echarlos. No ocuparían sitio. El uno se encargaría de reparar daños y mitigar dolores. El otro de las caricias y del problema del aparcamiento. El resto a convenir.
A Iubira le pareció bien. Los abrazó y los dejó jugando en la playa, mientras ella comenzaba a recorrer el Delta (continuará….)