Tierra Iubi. Mar de Iubira…

La mar de ideas. Cuentos y poemas del Delta, la Duna y el Páramo


Sirenita 3.0

Cuando Sirenita 3.0 descubrió sus piernas, se hizo un selfie y lo reenvió allende los océanos. Alma… pensó ¡ja!


Milagro, Sol y Luna

Hay milagros diarios. Fenómenos de atmósfera

,dicen,

Los que dicen que saben.

Yo

Solo vi el milagro,

De la luna y el sol, besándose de lejos, y ambos ,despidiéndose,

Para que no se viera,

Que en el fondo uno

Y una

Comparten cielo.

Yo lo vi. Ve la prueba

Y … si ellos

Habitan

Una realidad curva como otras,

Oscura , como tantas

Y fría, como el Cosmos;

¿Por qué no puede ser

Que tú y yo

Compartamos

Luz en la oscuridad

En ese soplo frágil de un

AHORA?…


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Narcisos

Febrero, desde hace años, está asociado en mi memoria a los narcisos.
Cuando vivía en Salamanca, cruzaba todos los días la plaza mayor para ir a la Facultad. A las nueve, en invierno, en la plaza hacía un frío de muerte. Había camiones de reparto y algún tuno que otro de recogida, con el traje lleno de mugre. A las once, si hacía sol , salían los abueletes, algunos con sus capas charras, a orearse y tomarse el vinito o el café. A veces parecía que surgían de repente, como las setas.
Esa es una de las mil razones por las que adoro esa plaza, que no es menos provinciana que otras, a pesar de lo imponente de su aspecto.
La piedra de Villamayor es un regalo para los ojos porque transforma el espacio de hora en hora y de estación en estación, con la luz. Si el día está nublado, las formas se muestran hoscas, duras, cerradas al relente. Si hay niebla, los encajes delicados aparecen y desaparecen, como jugando al escondite. Si luce el sol, la piedra se esponja: De mañana, tiene color de pan prieto, a mediodía de barquillo, con la tarde de brasas y; ya de noche,  posa bajo los focos que se empeñan en atraer al turismo de postal.
Además de horas, la plaza también tiene días y estaciones. Es muy curioso ver cómo cambia de aspecto y cómo se mudan también quienes la pueblan, con la llegada del buen tiempo. Como por ensalmo, las cigüeñas negras se dejan ver y crotoran desvergonzadas. Los estudiantes extranjeros -especialmente los nórdicos- toman por asalto las cafeterías al menor indicio de sol, para adquirir cuanto antes ese aspecto cangrejil que tanto parece gustarles allá en sus lejanas tierras. Más tarde, sus compañeros españoles -que no suelen tener tanta pasta para cafés de terraza- invaden el suelo. Aparecen los niños, hasta hace unos días tan embutiditos en sus buzos que no se sabía si dentro de dichas prendas había gente o no….
A pesar de lo que podría pensarse a primera vista, todo esto no sucede de un día para otro. Tiene un preludio, una señal que he esperado cada año desde hace ya mil:¡Los narcisos! En Febrero, siempre hay un par de semanas en las que el sol se decide a asomar algo más de muslamen o de escote, como una señora inquieta porque tal vez ésta sea la última ocasión en que taparse o destaparse sea un acto de voluntad y no una obligación impuesta por los años.
En esos días de sol descocado, aparecían los narcisos. Los vendían por todas partes: en puestecillos callejeros, en algunas fruterías, en el mercado… Eran el primer anuncio: cada ramillete jugoso era un trozo de sol que llevarse a casa.
Todos los años, allá por Febrero, cuando la helada y el frío me hacían más cuesta arriba cruzar la plaza mayor hacia los cedros de Anaya, me decía bajito: «¡ya queda menos para los narcisos!» y atisbaba entre los sacos de garbanzos y las obleas de las tiendas de barrio por ver si habían venido.
Cuando llegaban; siempre a las once, buscaba una moneda en el fondo de la mochila, me compraba un ramico y lo lucía orgullosa hasta casa. Al llegar, deshacía la goma o la cuerda que lo apretaba, lavaba con cuidado los tallos, refrescaba las flores y las ponía en un vaso de cristal encima de mi mesa. No andaban mis bolsillos como para jarrones. Después, me quedaba un ratito ahí viendo la luz de la ventana en el amarillo y el verde; respiraba hondo y me decía: ¡qué bien! ¡Han llegado los narcisos! Pasó el frío.

No sé si lo que cuento tiene algún sentido para alguien. Tanto hablar y hablar para acabar contando que me gustan las flores, que echo de menos la luz y que guardo entre mis tesoros algunos ritos-talismán para terminar de una vez con el invierno. ¡Al cuerno con el hielo! ¡Que vengan los narcisos! Que así sea.