La tarea es complicada, si tenemos en cuenta que las porteras son dos o tres, si no me equivoco –esa uniformidad suya me hace difícil distinguirlas- y que cada una de ellas parece optar por un lado de la puerta según tenga el día. Estas sirenas de secano, chicas Almodóvar fetén, expertas en jugar a lo impredecible y en el dominio de las cuatrocientas veintiuna maneras de decir ¡no! sin pestañear, tienen, en su tanque de langostas, un póster de un héroe-de-telenovela-todo-apolíneo–ojos-azúuuules, de esos con nombre puertaventana. En su juventud, colgaban en su habitación fotos de Los Pecos y ya se sabe: “quien tuvo…”. De vez en cuando, alguna se olvida del crucigrama o de la revista y, como quien no quiere la cosa, le lanza al galán miradas llenas de arrobo, mientras las chicas de la limpieza terminan de barrer el hall….
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Los ángeles custodios
Algo le había rozado el hombro derecho y le puso la piel de gallina. Cuando se volvió, creyendo que encontraría a su lado la pluma de alguna gaviota, los encontró sentados junto a ella, mirando amanecer. No se sorprendió en exceso, pues estaba acostumbrada a sentirlos. Solía bromear con otros acerca de sus dos ángeles custodios: “-Si todo el mundo tiene uno, en mi caso tiene que haber lo menos, dos”, reía Iubira, cuando nadie se explicaba como, habitando un universo paralelo, lograba sobrevivir en el mundo de tres dimensiones, tan lleno de semáforos y de porfavores.
Tenían el mismo aspecto que hace años, cuando era niña y los vio, reflejados en un charco. Aquel día le había gritado a su abuela: – «Abuelaaaaaaa, he visto a dos ángeles» . Y su abuela, que estaba sentada sobre unas mudas para acabar de plancharlas, le peinó las trenzas, le dió la merienda y le hizo prometer que no le contaría eso a nadie. No lo contó y desde entonces, nunca había vuelto a verlos. Sin embargo, notaba su presencia en la masa del pan, en el borde liso y suave de las sábanas y en otras mil pequeñas cosas.
Y allí estaban. Habían querido ser los primeros en manifestarse, por aquello de llevar tanto tiempo mirando sus andanzas en silencio. Se quedarían siempre que ella no decidiese echarlos. No ocuparían sitio. El uno se encargaría de reparar daños y mitigar dolores. El otro de las caricias y del problema del aparcamiento. El resto a convenir.
A Iubira le pareció bien. Los abrazó y los dejó jugando en la playa, mientras ella comenzaba a recorrer el Delta (continuará….)
