Recuerdo una terraza grande con azaleas, cintas y geranios. Era el verano justo antes de irme a un viaje del que todavía no he vuelto. Compartía un piso del modelo cutrérrimo estudiantil. No teníamos apenas dinero; pero teníamos terraza y una gata negra que venía a hacerme mimos por las mañanas y a chuperretearme los brazos con su lengua áspera. Por ella soy inmune al toxoplasma.
Recuerdo noches de calor tan intenso que decidimos sacar los colchones fuera. ¿Los vecinos? Nos importaban un pito, gracias. A las que menos a April; una inglesa que tuvimos aquel año y que paseaba sus encantos al sol, para regocijo de alguno de los cincuentones de las cercanías y a Charo, vegetariana, dueña de la gata y yogui, que practicaba sus asanas inverosímiles allí mismo.
En ese mismo espacio, otro día, decidimos montar una mini obrita de teatro con una sábana, sombras, luz y todo… fue mágico. Recuerdo al compadre Antonio sosteniendo el foco, a Fa disfrazado, a Isidro sentado en el suelo haciendo como que no miraba a April…
Hasta tuvimos espectadores -además de los vecinos, claro- porque se presentó gente en casa, como siempre, sin avisar. No teníamos casi de nada, sólo té o cocacolas- creo- y ni siquiera recuerdo qué les dimos de comer a los visitantes. Sí sé que, como era habitual, hicimos realidad el milagro de los panes y los peces porque hacía falta. Y resultó.
Echo de menos- quizás demasiado- esa vieja sensación de no llevar apenas equipaje que vertebraba aquellos días. También añoro otros trozos de verano que no tienen ninguna relación con éste; como ver los cosmos de mi abuelo con sus corolas púrpura restallantes en medio del verde mientras me columpiaba debajo de un manzano. Y bañarme yo sola, temprano, en la piscina y disfrutar el silencio de bucear hasta que los pulmones no podían más. O irme con mis amigos a tumbarnos en un monte para ver las lluvias de estrellas.
Ahora que los veranos parecen de otros, me gustaría recuperar un trozo o construirlo, para seguir sintiéndome viva.